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Leyenda de la Cola Del Diablo

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Tomás vivía en una humilde casa de techo de tejamanil y paredes de bajareque en el área conocida como “La Guajolotera” (Calle C. Colon y Tuxtla entre Tapachula y Comitán), la parte más alta del barrio de El Cerrillo.

Desde el corredor que daba al patio, alcanzaba a divisar toda la techumbre de tejas de barro de las casas de los barrios ricos del centro de la ciudad.

Desde chiquito había vivido limpiando la gallinaza de los más de cien pavos que libremente en el patio y en las calles adyacentes criaba su mamá como único sustento.

A sus 18 años él era un creyente de las historias de espantos y aparecidos que eran unos de los temas preferentes de conversación entre los muchachos de su grupo en esos años de mediados del siglo XX. El duende, el sombrerón, la llorona, el cadejo, la procesión de las ánimas solas, el tzizimite, y la carreta de San Pascualito, eran personajes y situaciones que su enorme fe católica le ayudaban a sortear en este mundo.

Como parte de sus diversiones y entrenamientos, él formaba parte del coro que acompañaba las misas en la iglesia del Señor de la Transfiguración en el centro de su propio barrio, El Cerrillo, del cual el padre José les decía que era uno de los más antiguos de la ciudad ya que se había empezado a construir en el año de1547, cuando se decretó en España las leyes de indios que impedían la esclavitud por parte de los conquistadores. La construcción de la iglesia, la empezaron los indígenas Cakchiqueles que hacía casi cinco lustros (1528) había traído Diego de Mazariegos tras derrotar allá por Comitán a las tropas de Pedro de Portocarrero, lugarteniente del ejército de Pedro de Alvarado.

Algo que también les platicaba el Padre José era las tentaciones del diablo, les decía que podía alentarlos al pecado, valiéndose de cualquier artimaña, ya que el diablo en sus astucias, podía representarse incluso en la figura de una bella mujer. El diablo era capaz de todo, lo único que no podía quitarse era la cola, pues esta parte de su cuerpo, era su enlace hacia el mundo infernal de donde provenía.

Tomás con sus 18 años, llegaba a la edad en que las mariposas se sienten en el estómago y a él le gustaba una morena, de pelo enmarañado, que vivía en una casona de barro allá por la calle de la Caridad (ahora, Doctor Navarro), justamente en la curva en que la ruta cambia su curso abruptamente y se dirige hacia la huerta de San Juan de Dios (ahora, Calle Yajalón).

Su madre le advirtió que no se fijara en esa morena, ya que a ella nunca se le veía por la iglesia y había comentarios que en la casa donde ella vivía, se quemaba cada tarde grandes cantidades de copal ante la presencia asquerosa de docenas de gatos.

Pero las ilusiones y la búsqueda del amor no deben ir a contracorriente.

Aprovechando que en la fiesta del barrio se presentaba un concierto musical de la marimba de los Hermanos Molina que venían desde Pinola (Villa Las Rosas) y viendo la presencia destacada de la morena de sus sueños, tuvo el impulso de sacarla a bailar y armándose de valor la invitó a danzar al compás de la marimba.

Todo hubiera salido bien esa noche, si su mano no se hubiera deslizado por atrás en el talle de la cintura de la morena de sus sueños. Cuando él comprendió que lo que sentía su mano bajo la tela del vestido, no era una parte natural del cuerpo de una mujer, su mente ya iba en camino hacia el lugar en donde la locura y el infierno son parte del mismo espacio. En lo profundo de su soponcio, no pudo comprender que no cualquiera le tocaba la cola al mismísimo demonio,