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La Ciénega

La ciénaga

Decenas de pequeños ríos surcaban el Cerro de los Colibríes, y espejitos de agua del Cerro de las Tripas de Jaguar bañaban las praderas.

La Ciénega, Parte I

Al principio, el lago más alto de esas montañas era un espejo líquido que reflejaba el cielo. Sus aguas eran nutridas por los arroyos que descendían cantando desde el Cerro de los Árboles Barbudos. Venas de agua corrían apresuradas, saltando sobre las ramas. Decenas de pequeños ríos surcaban el Cerro de los Colibríes, y espejitos de agua del Cerro de las Tripas de Jaguar bañaban las praderas. Hilos de plata colmaban de alegría y riachuelos las montañas del Viento, que bajaban argüenderos.

Pero eran los pájaros quienes más adornaban este espejo celestial, por su canto, por sus colores, y porque miles de ellos venían en busca de los peces, ranas y sanguijuelas que abundaban; perseguían insectos, orugas y mariposas de todos los colores. Los pájaros también buscaban los pequeños frutos y las mieles de las florecitas.

Por las noches, el reflejo de Kukulkán en el agua y el valle alumbrado por mares de luciérnagas creaban un espectáculo mágico. Gigantes mariposas nocturnas, vestidas de luto, revoloteaban junto a miles de polillas pintas. La noche se abría como una boca de jaguar, y los cantos ensordecedores de las ranas y sapos resonaban; los murciélagos silbaban tras las efímeras, y los búhos ululaban al frío.

El Peje de Oro era un lugar donde los peces saltaban con escamas brillantes como el oro. Estaba lleno de ojos de agua y campos gelatinosos que vibraban. Las cigarras zumbaban entre los tules y el zacate pajón.

Del Cerro del Gato fluía un río helado, y hebras de líquido burbujeante se mezclaban con el agua del Cerro de la Cruz. En la Almolonga, un géiser bramaba, regando los romerillos y como esmeraldas, diminutas ranitas llamadas calates saltaban como chispas verdes.

Las visitas aladas del Amazonas pintaban la cuenca con un multicolor indescriptible. Los cantos más coloridos provenían de las aves grises, y los colibríes eran como flechas de luz.

Nubes de garzas aterrizaban y blanqueaban los campos. Los milenarios robles se pintaban de azul por los jeshes y su canto de soch. Parvadas de golondrinas se adentraban en el aire, dejando estelas de movimiento y misterio.

Así era la Ciénega, un lugar donde la naturaleza tejía su propio poema, y cada criatura tenía su papel en esta sinfonía de vida.

EGO

La ciénaga, Parte II

Cham Bo’, así le llaman los mayas alteños a la Laguna Enferma, en dialecto coleto. Desde la llegada de los primeros pobladores, ya se trataba de un lago temporal que inundaba anualmente el paraje. A la montaña del Huitepek la nombran Volcán de Agua, pues cada temporada de lluvias parecía estallar, dando origen al humedal más fértil y viscoso del poniente.

Los primeros habitantes se asentaron en los altos de la sierra norte, autodenominándose Max bikil. Otro grupo tomó raíces en I’k bitz, y pequeñas aldeas de rebeldes se esparcieron alrededor de este vasto espejo cósmico.

El Tsontebits, el volcán progenitor de esta cuenca, la formó hace millones de años. Bajo sus laderas, los primeros seres humanos se dispersaron, buscando a sus deidades entre las cavernas y cosechando de la tierra frijol, cuesa, chile y maíz.

Los Tsotsiles, descendientes de aquellos señores de las casas de piedra, hombres y mujeres que buscaron refugio en la libertad de las montañas. Hijos del maíz que abandonaron a tiranos despiadados en la selva incandescente. Conocedores de las inundaciones, por eso jamás habitaron el valle.

Olvidaron a sus diosas y arribaron otros, enmascarados de héroes, que erigieron sus moradas en el corazón del valle. Con la primera lluvia, perecieron ahogados. Los sobrevivientes, con diques y compuertas, empezaron la desecación de los humedales, y así, durante siglos, un pueblo emergió entre las aguas.

Los bikiles sin deidades se tornaron en espíritus errantes entre los cerros o en esclavos portadores de rocas. Así comenzó el tributo de piedra al valle; cada nativo entregaba su diezmo pétreo, y era forzoso llevar un quintal de roca al descender al poblado.

Las hermosas lajas de los trece templos fueron transportadas, transformándose en aceras y calzadas. Piedras de jade adornaban las angostas calles del pueblo de ídolos impostores. Cuatro siglos y medio después, la magnífica laguna se contrajo a dos ríos, tres arroyos, y una decena de lagos menores y cenagales.